Lo que Freud le explicó a Einstein sobre por qué hay guerras

En 1932, el científico le preguntó al psicoanalista si era posible librar a la humanidad de las contiendas. La respuesta sigue siendo una de las reflexiones más incisivas sobre la violencia y la cultura.

Lo que Freud le explicó a Einstein sobre por qué hay guerras
En 1932, el científico le preguntó al psicoanalista si era posible librar a la humanidad de las contiendas. La respuesta sigue siendo una de las reflexiones más incisivas sobre la violencia y la cultura.

La cuestión sobre la guerra y la posibilidad de evitarla sigue teniendo un fuerte eco en el presente, más de noventa años después de que Albert Einstein se la planteara a Sigmund Freud. En un siglo XXI en el que los conflictos armados siguen siendo protagonistas, el intercambio epistolar entre el físico y el psicoanalista ocurrido entre 1932 y 1933 continúa vigente, proponiendo una mirada profunda sobre la condición humana, la violencia y la cultura.

Tras la tragedia de la Primera Guerra Mundial y con la amenaza de un nuevo enfrentamiento global acercándose, el Instituto para la Cooperación Intelectual —organismo que luego daría origen a las Naciones Unidas— convocó a Einstein para reflexionar sobre un tema vinculado a la paz mundial. El científico eligió dirigirle una carta a Freud, a quien admiraba pese a sus reservas sobre la posibilidad de comprobar empíricamente sus teorías. La misiva fue escrita en 1931, con una pregunta fundamental: “¿existe un medio de liberar a los hombres de la maldición de la guerra?”.

Reconociendo sus propios límites para abordar cuestiones emocionales, Einstein expresó: “la orientación habitual de mi pensamiento no me abre ninguna visión sobre las profundidades de la voluntad y del sentimiento humanos”. Por eso, buscando una perspectiva sobre los impulsos inconscientes que atraviesan a los individuos, preguntó también: “¿Existe una posibilidad de enderezar el desarrollo psíquico de los hombres de modo que se los haga capaces de resistir a las psicosis de odio y de destrucción?”.

Freud aceptó el desafío, aunque advirtió: “asustado bajo la impresión de mi —casi hubiera dicho: ‘de nuestra’— incompetencia”. Aun así, ofreció una respuesta desde la psicología, intentando explicar por qué los seres humanos hacen la guerra y qué lugar ocupa la cultura en este proceso.

De la fuerza bruta al derecho comunitario

En su análisis, Freud partió del vínculo entre derecho y poder, al que él mismo prefirió llamar fuerza. Señaló que “en principio, los conflictos de intereses entre los hombres son solucionados mediante el recurso de la fuerza”, una lógica presente en todo el reino animal y también en los humanos, aunque en estos últimos también existen “conflictos de opiniones que alcanzan hasta las mayores alturas de la abstracción”.

El avance tecnológico hizo que la fuerza muscular fuera reemplazada por el uso de herramientas, lo cual marcó el inicio del predominio intelectual por sobre la violencia física. El objetivo continuaba siendo el mismo: hacer que una de las partes ceda su reclamo, ya sea por el daño recibido o por su eliminación directa.

Sin embargo, en algún momento, el vencedor descubrió que “respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles”. Ese cambio de lógica fue lo que dio origen al “respeto por la vida del enemigo”, aunque con él llegó también el riesgo de la venganza.

La transformación más decisiva ocurrió cuando la fuerza fue dominada por el derecho, algo que se produjo “por el reconocimiento de que la fuerza mayor de un individuo puede ser compensada por la asociación de varios más débiles”, una idea condensada en el principio de que “la unión hace la fuerza”. Según Freud, en este proceso “la violencia es vencida por la unión; el poderío de los unidos representa ahora el derecho, en oposición a la fuerza del individuo aislado”. De allí su conclusión: “El derecho no es sino el poderío de una comunidad”.

Para que esa unión funcione como base del derecho, Freud advirtió que debe ser “permanente, duradera”, y que los integrantes más poderosos del grupo tienen que aceptar renunciar al uso individual de la violencia, algo que nunca se logra sin resistencias y tensiones.

Eros y destrucción

El eje más profundo de la respuesta freudiana se encuentra en su teoría de los instintos. Freud distinguió dos grandes grupos que coexisten en la vida psíquica:

  • Los instintos de unión y conservación, a los que llama “eróticos” o “sexuales”, entendidos en el sentido amplio del Eros platónico.

  • Los instintos que tienden a destruir y a matar, denominados “instintos de agresión” o “de destrucción”.

La guerra, según Freud, es una manifestación colectiva y extrema de esa pulsión de muerte. La cultura intenta limitar y redirigir esa violencia hacia formas aceptables, pero no logra erradicarla por completo. Para él, el conflicto entre Eros y la pulsión de muerte es permanente, tanto en el individuo como en la sociedad.

Entre estos motivos, “seguramente se encuentra entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción”, cuya existencia y poderío son evidentes en “innumerables crueldades de la Historia y de la vida diaria”. Freud señala que la satisfacción de estas tendencias destructivas se ve favorecida por su “fusión […] con otras eróticas e ideales”. A veces, advierte, “las motivaciones ideales sólo sirvieron de pretexto para los afanes destructivos”, mientras que en otros casos, “los motivos ideales han predominado en la consciencia, suministrándoles los destructivos un refuerzo inconsciente”.

Así, la violencia puede vestirse de causa justa, de valor moral, o incluso de deber patriótico, cuando en realidad está sostenida por deseos inconscientes de destrucción.

Cultura, tensión y esperanza

La cultura, como construcción humana colectiva, busca frenar estas pulsiones destructivas mediante normas, instituciones, ideales y vínculos. Pero ese freno no es absoluto ni definitivo. Freud consideraba que se podía aspirar a reducir la guerra fortaleciendo los lazos eróticos: la solidaridad, la educación, el entendimiento entre los pueblos. Pero reconocía que se trataba de un proceso lento, vulnerable y siempre incompleto.

Su respuesta a Einstein no fue ni optimista ni derrotista, sino realista: la guerra es una expresión inherente a la naturaleza humana, pero también lo es la posibilidad de resistirla. Frente a las “psicosis de odio y de destrucción”, Freud propuso entender nuestras propias pulsiones y trabajar desde la cultura para favorecer los vínculos de unión por sobre los impulsos de muerte.

A más de 90 años, su reflexión continúa interpelando a una humanidad que aún no ha conseguido liberarse —como decía Einstein— “de la maldición de la guerra”.

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