Dos líneas

Un nuevo escrito de la pluma de Luis Arturo Lomello.

Con un palito, dibujé en el jardín de casa una línea. Uniforme y recta, arañó el compacto suelo de tierra. La superficie, antes una, ahora se dividía en dos partes.

– Manos a la obra, exclamé.

De un lado agrupé las cosas que en mi vida pensaba no estaban del todo acertadas y del extremo opuesto, hice otro tanto con las que, según mi óptica, merecían la aprobación de haber sido las correctas.

A un costado, acomodándome de manera tal que la marca quedase en el centro, permanecí de pie, observando la realidad de las consideraciones que revelaban un significado en mi conducta.

Sorprendido, estuve a tiempo de abandonar la empresa.

Por primera vez era juez de mí mismo. No iba a opinar sobre los demás.

No complacido aún, en el margen del espacio, donde las cosas estaban bien, dediqué la tarde a construir un cadalso y sobre él monté una horca.

El anochecer me encontró trabajando en el lugar donde las piezas asomaban mal, regando una azalea a punto de florecer.

En la oscuridad de la media noche, volví al rincón, donde nació la iniciativa y divisé

la luna que, en su fase de llena, denunció, con la propia claridad de su luz, cuestiones de asuntos que permanecían sin resolver.

Descubrí en instantes cuanto amé y de inmediato todo lo que detesté, los deseos insatisfechos y los realizados.

No conforme aún, decidí dibujar, a partir de los vértices, llevando a unir con su opuesto, dos líneas más, que al cruzarse determinaron un eje, allí en el núcleo mismo, planté sobre su base, una balanza, del tipo que se utilizan para representar a la justicia.

Sopesé que este nuevo elemento determinaría en que posición se inclinaría mi comportamiento.

Ahora distinguía tres diagonales y opté por borrar la primera, ya no prestaba ningún tipo de utilidad.

-He concluido. Y la ansiedad apuró a reencontrarme con el motivo donde empecé mi labor.

-Necesito una respuesta, ahora, ya.

– ¡Oh, Dios!

La aurora se insinuaba irreversible.

Descifré, entre el traspaso de la penumbra a la claridad que el instrumento permanecía en el mismo sitio, rígido, imperturbable, desubicado, lo propio ocurría con el cadalso y la azalea, un relámpago aguijoneó mi conciencia, apresurado comencé a cargar los platillos en un intento que permanecieran en armonía.

Ahora sí, la tarea concluía, todos los reconocimientos seguían montados en equilibrio, aunque este, sin que lo percibiese, aumentaba el riesgo de su estabilidad.

Un escalofrío me recorrió la espalda, el apoyo no era más que una señal en la intersección de ambos trazos, del tercero ya no quedaba ni la impresión de que en algún momento existiera.

Cantó un gallo, es curioso pensé, y volvió a cantar.

-Esto no está ocurriendo.

En un abrir y cerrar de ojos todo se derrumbó, inseparables los objetos cayeron a la vez, los perros ladraron, todo se volvió un pandemónium.

Sobrevino un profundo silencio y desde el origen de esa pausa rompió similar a un sonar de trompetas; el gallo.

Sin poder contenerme, caí de rodillas y preso del temor grité:

  • ¿Cuál es el motivo de la existencia?

Mudo permaneció el primer claro del alba.

Pero ya no tenía ningún control sobre lo que ocasioné. El miedo sufrió una metamorfosis, no hay palabras para explicar en que se transformó y la visión terminó sacándome de los cabales.

  • Aunque no lo creas, el amanecer, con un fugaz rayo de luz rasgó el fondo del patio, allí con dos rayas, aparecía la revelación, todo el secreto de la supervivencia, no solo mía, sino de la humanidad integra, dos líneas que representaban un símbolo, la cruz.
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